lunes, 1 de febrero de 2010

ESTACIONES DE UN PUEBLO
A Gabriel López Chinas

No hay nada que no pueda referirse.
Estoy aquí, golpeado como un timbal en una dura sinfonía,
señor de la desgracia que en el aire danza
y que viene a contar la parábola del muerto.

Hierba solar es el cabello de esta suave mujer,
lino seco en las primicias del agua;
un peine que es bieldo lo trenza en gavillas.

Esta mujer va a parir un hijo que se llamará Caín.

El niño despertará asido del asombro;
fundador de milagros,
salvaje que levante el suelo de profundas raíces:
rebelde que asesinará al conforme Abel,
que es silencio, es lodo, es piedra.
Será Caín el hijo de esta mujer de temblorosa carne.

Un pueblo cayendo en las esquinas,
mendicante frente a puertas cerradas,
sabe que no puede sufrir ya más insultos
callando bajo látigos y oro,
que no siempre, como ahora, vivirá Abel
en este sitio donde el agua se endurece.
Este pueblo gimiendo bajo sucia conquista y colonatos
será Caín, madurador del bronce.

Pueblo, persígnate:
En el nombre del Hambre,
del Odio
y de la Santa Blasfemia.

La primavera madrugó sobre el campo de nopales. Amanecía:

Un indio puede morir sobre lechos espinosos, callado.
Puede morir con mímica rutina,
con ensayada muerte de camino.
Se ha visto morir en cada trago de agua
y en cada pedazo de comida, indiferente hasta la niebla.
¿Qué flecha vibra entre sus ojos mansos?
Es el suplicio de ver su piel
colgando en las paredes de las chozas, al abrigo de las fiestas solares.

Es la caída de pluma y piedra desde aquél,
el de los pies quemados,
hasta el cortar sin filo de una daga.

Tendido sobre su cama hecha de piedra y de tezontle,
dura como la gruesa lágrima de una mujer
ante la muerte fresca de su hijo,
el peso de cualquier abundancia le sofoca.
Vive por vengar el dolor de mancebas derrotas,
por maldecir el lazo que le anuda el tropo de azúcar
en los dedos.
Y entra en el atrio de una iglesia,
rompe la puerta y sus herrajes y, en la nave,
agonizante ya por las espadas de luz que la atraviesan,
grita su desgracia de sentencias azules.
Implora, no perdón, sino paño de amor sobre su llanto.
Y destroza los altares silenciosos,
apaga los cirios y las velas
y escupe las espinas de los santos.

El verano cayó sobre el campo de nopales. A tardecía :

Todo va madurando hacia los siglos
mientras que el sueño de este pueblo se congela en la miseria.
No conoce canciones de alegría, sino largo desgarro de la sangre.
No nace nada de repente. Y todos los momentos
van surgiendo de una inseguridad sobre la Tierra,seca como insulto.

Todo va madurando hacia los siglos.
Hasta los muertos maduran en nosotros
una vida de vela y cempasúchil.

¡Que el machete no se guarde en el viejo tapanco de la troje!
¡Corre, venado de latitudes morenas,
arráncate tu rostro de ídolo dormido!
Rugir de bestia y zarpazo de fiera acometida.
¡Brilla, brilla, pupila agorgojada por la ira:
este país de fermentadas aguas,
de hinchados pies por caminos de piedra y esqueletos,
ha de saltar hacia la aurora!
Anuncio de tormenta: trueno y rayo.
Muerte de las voces pequeñas y amargadas.
Doctrina entumecida, muere.
¡Y que surja el rapto de las alas!

El otoño se extendió sobre el campo de nopales. Anochecía:

Un asesino lleva sentado sobre sus hombros
el cadáver del hermano que mató
en un día de embriaguez
con abundante licor de luna espesa.
Fardo del remordimiento sobre el lomo de la conciencia.
Otoño es ya este pueblo con piedras en el hígado.
Ha visto a una araña tejer el vidrio de su baba,
sólo para que sea su tela destrozada por la dura pezuña de un novillo.
Y así tiene él la mano, a ras del polvo,
como simple telaraña en el paso del ganado.
Ha visto a un lobo matar caballos
mordiéndoles el anca mientras corren.

Y al mismo lobo, con el hocico cosido,
encerrado en jaulas de vergüenza, ser exhibido por los ranchos,
hasta que lentamente muere de hambre.
Sabe que es suya la venganza más terrible.
Y la teme, como si en un terrible sueño,
se hundiese entre pantanos de lodo y crucifijos.
Cargador del dolor, este pueblo ya no soporta la injuria de su peso;
del llanto blanco de las velas sobre la manta prieta de su cuerpo.

El Tameme Mayor también sobre su espalda carga
el ulular de gente que agoniza, un lucero,
una campana de vestidos sonoros,
el tejido entero de la noche.
Es esclavo de su mandato primero. Se obedece.
No es libre para cambiar las leyes impuestas por su mano.
Es responsable del llanto y la alegría,
lleva dolor de placenta y de vagina
y también de verdugo que cercena los cuellos en secreto.

El invierno se hincó ante el campo de nopales.
La noche, por oscura, presagia un día brillante:

Así como el dolor llegó, también se va.
Amanece la risa sobre este pueblo de alfareros,
como dioses sentados en la tierra.
La hormiga roba el grano a los avaros designios.
Arrullo de placeres; canto gutural y ritmo agónico
en el filial misterio de la noche;
la flauta, como vasto silencio conjurado;
las plumas ancestrales, los dioses de ondulantes espigas;
la pirámide, puerta del asombro, reverencia al enigma,
al nudo pétreo del misterio; y el juego pirotécnico,
carrizo en luz que desprecia cabezas y abate vírgenes tinieblas.
Las puertas giran sobre goznes ancianos en el muro pálido del aire,
y este pueblo se planta semillas en la boca
porque lleno está su pulmón de blancos vientos.

Estoy aquí, con la faz cortada por centellas,
iluso morador de astros perplejos,
hijo del trágico ademán, hirviendo.
Aquí, en un año sin estaciones,
de golondrinas anidadas en las vigas del viento,
repitiendo a mis ojos: "allá están
las parcelas del sol sobre los cerros."
Aquí, como un cadáver en el anfiteatro:
abierto y conocido en mis raíces.


Jaime Labastida

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